Capítulo 2

 II


R
esultó ser Lucía, una de mis compañeras del Instituto, una andaluza con bastante más gracia que conocimientos forenses, de mirada viva y sonrisa permanente. Ella era la responsable de la guardia hasta el día siguiente en que me tocaba a mí darle el relevo. Sin saber muy bien cómo, cuando colgué el teléfono me había convencido para que le cubriese el turno aquella noche por no sé qué urgentísimo que le había surgido. De forma y manera que mi guardia, ya de por sí extraordinariamente larga, que comenzaba a las nueve de la mañana del día siguiente y se prolongaba durante una semana completa, tendría doce horas más.
Pasados unos minutos, mientras me preparaba un café con leche en la minúscula cocina, me sobresaltó el desagradable sonido del portero automático (un videoportero cuya única utilidad real era contemplar la coronilla de quien llamaba). Era Lucía que venía a dejarme el teléfono corporativo y el maletín de levantamientos junto con la carpeta donde portábamos las fichas en blanco de los futuros fallecidos. Aquello era algo que siempre me había resultado un tanto inquietante y macabro. En ocasiones abría la susodicha carpeta negra, decorada con una pegatina del Anatómico Forense, y me quedaba largo rato contemplando la primera ficha del montón, con sus grandes números de registro negros que parecían estar esperando a su víctima con impaciencia.
Tras un breve encuentro en el umbral de la puerta, durante el que mi compañera me explicó nuevamente los motivos de su urgencia y yo volví a no enterarme muy bien del todo, regresé a por mi tazón de café con leche, ahora ya casi frío, lo apuré de un solo trago y me fui a la cama con la esperanza de pasar una plácida noche.
Cuán equivocado estaba de nuevo.
La odiosa melodía del móvil de guardia me arrancó de un apacible descanso que transcurría sin pesadillas ni atisbo alguno de El Sueño. Sin ni siquiera encender la luz, atendí la llamada. Mis tímpanos no soportaban aquel sonido más tiempo del estrictamente necesario, y menos aún con nocturnidad y alevosía.
—¡Forense de guardia! —me presenté en un tono bastante cortante para mi interlocutor, quien se quedó mudo durante unos instantes, quizá intuyendo que, aunque no era una hora demasiado tardía, aproximadamente la una de la mañana, me había despertado y no me encontraba de muy buen humor.
—Sí... eh... le llamo de la Guardia Civil de Cartagena —respondió la anónima voz, un tanto temerosa—. Tenemos un cadáver en La Vaguada..., un ahorcado.
—Muy bien. ¿Qué dirección es? —pregunté sin cambiar mi desagradable tono, que mantuve de manera inconsciente.
—A ver... Es en la calle Valdemoro, número doce. No tiene pérdida. Verá la patrulla desde la carretera principal, aunque si quiere podemos salir a su encuentro.
—En principio no creo que sea necesario —respondí, esta vez en un tono más relajado—. En una media hora, más o menos, estaré allí.
—De acuerdo, gracias. Buenas noches —se despidió el agente de la Benemérita.
Mientras colgaba y buscaba en la agenda del teléfono el número del furgón judicial, pensé que había sido un iluso al creer que aquella podía haber sido una noche tranquila. Por lo general, cuando se hacía un turno que no te correspondía solía caerte algún marrón de considerables proporciones, y aquel día no iba a ser una excepción. Lo que de ningún modo podía yo llegar a intuir en ese momento era que aquel iba a ser el marrón más grande en toda la historia universal de los grandes marrones.
Como norma, acostumbraba a acudir al lugar del levantamiento en el furgón judicial, pero aquella noche resolví acercarme en mi propio coche ya que el lugar se encontraba bastante próximo a mi domicilio. Telefoneé a Pedro, el conductor de guardia, le facilité la dirección donde debía reunirse conmigo y comencé a vestirme para acudir a mi cita con el número 4274.

Tras unos minutos de conducción desorientada por las desiertas calles de aquella urbanización, atestada de decenas de viviendas unifamiliares idénticas y sin gracia, la señal luminosa de un par de vehículos policiales y un pequeño tumulto de fisgones en mitad de la calzada me indicaron el lugar exacto al que debía dirigirme.
Acomodé mi A3 tras uno de los Nissan Patrol de la Guardia Civil, saqué el maletín de levantamientos del maletero y me encaminé, abriéndome paso entre los curiosos, hacia el diminuto jardín que daba acceso a la pequeña construcción de dos plantas. En él, un agente, claramente indispuesto, luchaba por no contaminar la escena arrojando hasta su primera papilla en el cuidado césped. Un compañero intentaba auxiliarle, por lo que parecía, sin mucho éxito.
—¿Se encuentra bien? —pregunté a éste último, señalando con la cabeza a su lívido colega.
—Perfectamente. Es que es un poco novato... Ya sabe... —Un guiño cómplice acompañó a sus palabras.
Sonreí maliciosamente. El primer cadáver no era plato de buen gusto para nadie, y menos aún si se trataba de una muerte violenta.
De pronto, una figura conocida apareció como un torbellino por la puerta principal repartiendo instrucciones entre sus hombres a voz en grito. Se trataba de un hombre de mediana edad, más bien bajito y con una barba pulcramente cuidada. Su cabello, totalmente blanco, seguramente debido a la infinidad de sinsabores de su desagradecida profesión, le hacía aparentar más edad de la que en realidad tenía. El sargento Jesús Torres llevaba casi veinte años en el Cuerpo, la mayor parte de ellos trabajando como policía judicial, y se había convertido en un buen amigo tras años de juergas nocturnas como aquella.
—¡Ah, ya estás aquí! —exclamó, a modo de saludo, una vez hubo finalizado de dar órdenes y se percató de mi presencia.
—¿Qué tal, Jesús? —respondí, dejando atrás al pálido muchacho que en aquel momento, sin poder evitarlo, sucumbía ante los incontrolables impulsos de su cuerpo.
—Pues ya ves... Estresado, como siempre. Estoy rodeado de incompetentes. —Resopló apesadumbrado, negando con la cabeza—. Oye, ¿cómo sigue tu cría? —añadió, apoyando una mano en mi espalda y conduciéndome al interior del dúplex.
—¡Oh!... pues... —dudé un instante. En realidad nunca supe muy bien como afrontar aquella pregunta, de modo que eché mano de mi respuesta estándar—. Dentro de lo que cabe, se lo está tomando muy bien. Parece que sea la más fuerte de todos.
—Suele suceder —afirmó Torres mientras acometíamos el primer tramo de escalera.
—¿Cómo dices? —pregunté extrañado.
Jesús detuvo sus pasos y me miró como si se dispusiera a revelarme un secreto de estado.
—Que suele suceder —repitió—. A mi madre le ocurrió algo similar hace unos años. Tuvo un infarto cerebral y quedó en silla de ruedas. Desde entonces, es ella la que anima las paellas familiares de los domingos.
“¿Cómo se atreve a comparar a su madre, que al menos tendrá doscientos años, con una niña de tan solo seis?”
No tuve ocasión de protestar. Habíamos alcanzado el final de la escalinata y nos encontrábamos ante la puerta abierta del dormitorio principal.
—Es aquí —informó, apartándose para cederme el paso.
Desde el umbral, realicé una primera valoración de la escena. El cuerpo del presunto suicida se encontraba suspendido de una lámpara por medio de un grueso cable de antena justo en el centro de la habitación. Toda la estancia se encontraba en perfecto orden a excepción de un pequeño taburete volcado en el suelo, bajo los pies de la víctima, y no se vislumbraba ni el más mínimo indicio de lucha. Aquello tenía toda la pinta de una ahorcadura suicida de libro. Dejé el maletín sobre un coqueto aparador antiguo a la derecha de la puerta, lo abrí y extraje unos guantes de látex de su interior. Me los coloqué con alguna dificultad y eché mano de la cámara digital Sony a fin de comenzar con mi trabajo.
—Cuéntame cosas —pedí a Jesús, mientras comenzaba a tomar instantáneas del cadáver.
—Te cuento cosas. A ver... El chaval se llamaba Antonio Casal Pérez. Veintiséis añitos, la criatura. Aquí tengo su carné de identidad. Por lo visto, vivía solo y, según los vecinos, era un tío muy majo, aunque tampoco es que se dejase ver demasiado. De hecho, su vecino de al lado me ha comentado que la casa pasaba largas temporadas cerrada a cal y canto. —La voz de Jesús me acompañaba a escasos centímetros mientras yo buscaba los mejores ángulos para las fotografías—. Nos ha avisado el inquilino de la casa que está justo enfrente, al otro lado de la calle. Según me acaba de contar, se disponía a meterse en la piltra sobre las doce y, al ir a cerrar la persiana, ha visto el cuerpo colgado a través de la ventana... Cuando hemos llegado las luces estaban encendidas y la puerta principal cerrada únicamente con el resbalón.
—Pues ha tenido suerte —comenté.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Torres, sorprendido.
—Pues que creo que este tío no lleva muerto ni dos horas y son las... —consulté mi reloj— dos menos diez. Así que... calcula.
Jesús me miró con cara de no comprender adónde quería llegar.
—Vamos, que casi lo pilla con las manos en la masa —aclaré—. Imagínate que impresión para el de la ventana indiscreta.
—¡Joder, es verdad!
Una vez finalizada la breve sesión fotográfica, dejé por un momento la cámara sobre la cama, perfectamente hecha, y me dispuse a corroborar mi primera impresión sobre la hora de la muerte del joven.
Desde mis primeros días como forense, siempre me había sorprendido la gran cantidad de suicidios por ahorcadura que se producían, sobre todo en hombres jóvenes con toda la vida por delante. En cualquier caso, tan minuciosamente ejecutada como aquella no había tenido ocasión de ver muchas, por no decir casi ninguna. El cuerpo se encontraba totalmente suspendido en el aire y el nudo realizado en el cable se encontraba situado justo en la línea media de la parte posterior del cuello. Era lo que en términos técnicos se denominaba ahorcadura completa y simétrica. En la inmensa mayoría de los casos el cuerpo tenía algún apoyo y el nudo se encontraba en las zonas laterales del cuello. Aunque, ni que decir tiene, lo más extraño de aquel caso concreto era, sin duda, el hecho de que la lámpara hubiese sido capaz de soportar los setenta kilos que, a bote pronto, calculé que pesaría el chico.
Comprobé la escasa pérdida de calor del cadáver, la nula rigidez de sus miembros mediante un par de flexiones forzadas a nivel de sus codos y rodillas y las casi inexistentes livideces en sus pantorrillas y manos. Miré a Jesús y ratifiqué mi primer diagnóstico.
—Dos horas, más o menos —expuse con seguridad.
En ese preciso momento, me percaté de que Pedro, el conductor del furgón, y uno de sus compañeros de faena ya habían hecho su aparición y se encontraban expectantes, observando la escena desde el pasillo.
—Ya lo podéis bajar —les indiqué, al tiempo que señalaba, con el pulgar por encima de mi hombro, el cuerpo suspendido—. Y cortadme el cable lo más alto posible, por favor.
Mientras los empleados del furgón judicial realizaban su trabajo con una diligencia encomiable, intenté resolver la última cuestión relativa a todo suicidio: la motivación. Por desgracia, ni Torres ni ningún otro miembro de las fuerzas de seguridad del Estado, allí presentes, había logrado contactar con ningún familiar de la víctima ni con persona alguna que le pudiese conocer lo bastante como para saber algo así. Por descontado, tampoco hallamos una nota de suicidio; casi nunca la había.

Diez minutos más tarde me despedía de Jesús Torres en la calle, junto a la pequeña verja que daba acceso a la propiedad del finado, intentando, como siempre, quedar para vernos en circunstancias más agradables, cosa que casi nunca conseguíamos, mientras observaba como el furgón se alejaba, adentrándose en la oscuridad de la noche camino del Anatómico Forense donde la víctima descansaría en refrigeración hasta la mañana siguiente cuando le practicaría la correspondiente autopsia.
El número 4274 había conseguido su ansiado botín.
El 4275 esperaba ya con igual impaciencia.


Como cada día, el ingenio diabólico emitió su desagradable sonido a las siete en punto de la mañana. En teoría, aún faltaban dos horas para comenzar mi guardia y ya llevaba sueño atrasado. La noche anterior, tras el levantamiento del cadáver, me encontraba totalmente espabilado y, al llegar a casa, me quedé en el sofá terminando la última novela de Pérez Reverte hasta bien entrada la madrugada.
Afortunadamente, El Sueño no había hecho acto de presencia aquella noche. Por esa razón, aunque cansado, me encontraba mucho más sosegado que el día anterior.
Enseguida recordé que tenía una autopsia pendiente. La ventaja de aquello era que podía tomarme las cosas con más calma, ya que no tenía necesidad de pasar por el Instituto en el centro de la ciudad y malgastar media hora buscando aparcamiento. Iría directamente a la sala de autopsias, ubicada en las afueras, concreta y macabramente justo al lado del cementerio de Los Remedios. Así pues, me deleité con una larga ducha y un opíparo desayuno que ingerí con tranquilidad, arrellanado en el sofá, mientras veía en mi pequeño televisor las últimas noticias. Según los bustos parlantes, un terremoto de grandes proporciones y sus correspondientes réplicas habían asolado un país centroamericano, dejando a más de dos millones de personas sin hogar y superando ya los veinte mil muertos.
“¿Otro terremoto? El planeta debe de estar muy cabreado.”

Conduje con parsimonia por las calles de la ciudad, disfrutando a todo volumen del inimitable sonido de Sus Satánicas Majestades, hasta llegar a mi destino. Atravesé la gran explanada que servía de aparcamiento a los visitantes ocasionales del cementerio y estacioné junto al Peugeot 306, verde metalizado, de José Damián, el auxiliar de autopsias, frente a la puerta de la triste y lúgubre construcción de una sola planta que cumplía servicio como Anatómico Forense.
Encontré a mi ayudante en el pequeño cuarto, adyacente al despacho reservado al forense de guardia, que hacía las veces de estar para todo el personal que trabajaba por allí, sentado en un viejo y desgastado sillón verde, ya más bien marrón debido al paso de los años, y con más quemaduras de cigarrillo de las que podía contar (aunque en teoría estaba estrictamente prohibido fumar en el edificio, todo el mundo seguía haciéndolo en aquella sala), como siempre enfrascado en la lectura de las páginas deportivas de la prensa local. Se trataba de un tipo corpulento, de piel morena, expresión de bulldog y mirada algo extraviada, muy reservado, algo huraño y sobre quien casi ningún miembro del Instituto conocía demasiados detalles.
Le di los buenos días y él respondió a mi saludo con una especie de gruñido, sin molestarse siquiera en levantar la vista de su periódico.
Por experiencia, sabía que no resultaba empresa fácil sacarle de su abstracción mientras estudiaba con fruición aquellas páginas, así que opté por concederle un tiempo prudencial para asimilar que yo estaba allí y que había llegado el momento de ponerse manos a la obra.
Extraje una cajetilla de Marlboro y un encendedor de publicidad del bolsillo izquierdo de mis vaqueros y, precavidamente, busqué un cenicero antes de prender un cigarrillo. Exploré visualmente todo el estar sin reparar en ninguno, ni en nada que se le asemejara. No se trataba de una tarea en absoluto sencilla, ya que aquel cubículo era lo más parecido a mi apartamento antes de que, cual caballero andante, adalid del orden y la pulcritud, Juana entrase en él por primera vez. Ante mí se encontraba la maltrecha puerta de cristales opacos que daba paso al resto de estancias del Anatómico, flanqueada a ambos lados por antiquísimas estanterías atestadas de libros y revistas de medicina legal caóticamente distribuidas, sin ningún orden lógico o ilógico. Resultaba evidente que quienquiera que consultaba alguna de aquellas publicaciones no la devolvía a su situación original sino que la abandonaba a su suerte en la repisa y posición que Dios le daba a entender. A la izquierda, una obsoleta mesa de despacho con toneladas de papeles esparcidos a lo largo y ancho de su superficie y una lámpara de escritorio, a duras penas en pie y que no contaba siquiera con una triste bombilla. Completando el majestuoso panorama, a mi derecha se encontraba un pequeño sofá de dos plazas y el destartalado sillón sobre el que José Damián continuaba acomodado, el cual de cuando en cuando emitía un agudo quejido a modo de protesta bajo su pesada humanidad y, a su vez, junto a éste, una especie de mesita auxiliar sobre la que alguien había dispuesto una cafetera eléctrica que, por cierto, nunca había funcionado sin que nadie jamás conociese el motivo.
En un segundo reconocimiento más a fondo, al fin, lo localicé. El muy esquivo se ocultaba bajo la inmensa maraña de papeles que cubría el escritorio. Ahora sí, encendí mi cigarrillo y me obsequié con una profunda chupada. No existía en el mundo sensación semejante a la que me ofrecía aquella primera calada de la mañana.
Justo en ese instante, como si el aroma a tabaco que acababa de olfatear le hubiera hecho aterrizar en el mundo real, mi auxiliar comenzó a removerse en su asiento mascullando unas ininteligibles palabras que mis oídos, ya acostumbrados, tradujeron convenientemente como: “cuando quiera empezamos”.
—Venga, pues vamos al tajo —animé, antes de que se arrepintiese y regresara a la lectura.
El auxiliar se incorporó con dificultad (juro que en aquel momento creí escuchar un suspiro de alivio procedente del sillón) y se encaminó, sin mediar palabra, hacia las cámaras frigoríficas situadas en un espacio adyacente a la sala de autopsias propiamente dicha.
Al tiempo que escuchaba el característico sonido de apertura de la puerta de la cámara y las oxidadas ruedas de la camilla siendo arrastradas fuera de su hábitat natural, apuré mi pitillo, lo aplasté enérgicamente contra el cenicero que tanto trabajo me había costado encontrar y me dirigí al vestuario a cambiarme de ropa.
Mientras guardaba mis objetos personales en la taquilla, reparé en la fotografía adherida, con un ya mugriento trozo de celofán, a la parte interior de la puerta. Era una instantánea que mostraba a mi todavía esposa y a mi hija, sonrientes, mejilla contra mejilla, con la Mezquita de Córdoba al fondo. No era de muy buena calidad. Se notaba a la legua que el fotógrafo, es decir: un servidor, no atesoraba demasiada experiencia en aquellos menesteres, pero sí que era lo suficientemente nítida para darse cuenta al instante de la belleza con que ambas habían sido agraciadas. Contemplé con devoción el adorable rostro de mi pequeña durante unos segundos sin poder evitar que mis ojos comenzaran a humedecerse. Por un instante, algunos inoportunos retazos de El Sueño intentaron anidar en mi mente pero, por fortuna, logré expulsarlos de inmediato. Cerré con rabia la portezuela, me coloqué el pijama blanco y me conduje a comenzar con el trabajo.
La sala de autopsias presentaba un aspecto bastante tétrico. Se trataba de una estancia no muy grande, de planta rectangular, desgastado piso de terrazo y alicatada hasta el techo de donde pendían dos potentes lámparas, cada una sobre su correspondiente mesa de trabajo. Estas se disponían en paralelo desde la puerta de entrada hasta tres pequeños ventanucos, situados a una altura considerable, en la pared opuesta.
José Damián ya lo tenía todo listo para comenzar el examen. Tendría sus cosas, como cualquier hijo de vecino, pero al mismo tiempo se mostraba extremadamente eficiente y metódico cuando se decidía a trabajar.
Observé con tristeza el cuerpo sin vida de aquel pobre muchacho mientras embutía mis manos en un par de guantes dos números más pequeños que el mío. Pensé que nadie debería de acabar sus días de aquella forma y mucho menos si se trataba de una persona tan joven como era el caso. Sin duda, la desesperación ante una situación concreta de la vida podía conducir a plantearse cometer una locura de tal calibre. Ese extremo lo comprendía a la perfección por experiencia propia. Pero el hecho de llegar a ejecutarla me parecía un acto supremo de cobardía. Toda una vida por delante y, sin embargo, allí estaba, ante mí, inmóvil, mudo e inexpresivo, con el cable que le había segado la vida rodeando aún su cuello. Fuera lo que fuese lo que un día le hizo ser una persona, con sus virtudes y defectos, ya había desaparecido de aquel cuerpo sin dejar ningún rastro.
Antes de que el auxiliar comenzase la carnicería propiamente dicha, examiné el cable que resultó ser de considerable grosor y con un nudo bastante hábilmente realizado en la línea media posterior del cuello. Cuando procedía a liberar la garganta de su trampa mortal, un tatuaje en el deltoides izquierdo del joven despertó mi interés. Se trataba de un pingüino en actitud caminante, enmarcado en una circunferencia, sobre un fondo que mostraba una especie de anillo irregular que no llegaba a completarse, quedando dos extremos libres. Bajo el dibujo, unas letras sin significado alguno para mí en aquellos momentos: B.A.E.G.d.C.
 Sin lugar a dudas, era el tatuaje más curioso que había visto en mi vida.
Acto seguido, inspeccioné cuidadosamente el surco de ahorcadura en el cuello de la víctima. Su anchura se correspondía exactamente con el grosor del cable. Tomé algunas fotos de rutina para el archivo, y ya me disponía a pedir al auxiliar que comenzase con la apertura del tórax cuando algo llamó poderosamente mi atención.