Capítulo 1

  
Cartagena, España. Enero de 2011


S
entí unas intensas náuseas y una terrible opresión en el pecho que apenas me permitía respirar. Un zumbido, increíblemente desagradable, se había instalado en mi cabeza.
“¿Dónde estoy?... ¿Qué ha pasado?”
Súbitamente, un flash. Un gigantesco camión dirigiéndose directamente hacia nosotros.
“¿Qué resbala por mis mejillas?... ¿Es sangre?”
Gritos. Unos desgarradores lamentos llegaban hasta mis oídos, pero enormemente atenuados, como desde otro mundo..., desde otra dimensión.
“Algo me ha entrado en los ojos... escuece... Tengo que quitármelo... ¿Estoy moviendo mi mano?”
Los desesperados chillidos comenzaron a escucharse más cercanos y nítidos. Aquella voz me estaba llamando. Alguien me suplicaba exasperadamente que despertase.
No podía ver nada.
“¿Tengo los ojos abiertos?”
Hice un titánico esfuerzo por abrirlos.
“Ahora.”
A mi lado estaba ella, inmóvil.
“¿Respira?... No puedo moverme.”
Los gritos, cada vez más claros, provenían ahora de algún lugar a mi espalda.
“¡Papá, despierta!”
Desde la lejanía empezó a aproximarse el estruendo disonante de lo que parecían ser unas sirenas.
Los gritos más y más fuertes... Las sirenas más y más cerca...
  
Me incorporé en la cama de un salto al tiempo que abría los ojos de par en par. El abundante sudor que resbalaba por mi frente se coló en ellos, dejándome sin visión durante unos instantes. En realidad me encontraba empapado por completo. No se trataba de ninguna sirena. Era el despertador que seguía sonando, mientras sus grandes números rojos marcaban las siete en punto de la mañana.
Me llevó aún unos segundos más tomar completa conciencia de la situación y hacer callar aquel ingenio diabólico de un certero manotazo.
Todo había sido un sueño... El Sueño.
No había transcurrido ni una sola noche desde el accidente en que mi mente no me torturase recreando, con todo lujo de detalles, aquella desagradable sensación de semi inconsciencia, atrapado en aquel asiento de cuero negro, viendo, o para ser más exactos, intuyendo como los acontecimientos se desarrollaban a mi alrededor sin poder hacer nada.
Abandoné las sábanas en busca de una refrescante ducha que me ayudara a deshacerme de aquellos insoportables sentimientos; una explosiva combinación de impotencia, frustración y culpa.
 Como de costumbre, el agua prácticamente helada resultó ser un magnífico bálsamo.
Más de tres meses habían pasado desde aquel fatídico día y, por lo visto, mi subconsciente, en lugar de comenzar a olvidarlo, me proporcionaba detalles cada día más vívidos.
Aunque yo sabía muy bien que lo que me estaba ocurriendo resultaba completamente normal tras un episodio de aquellas características, hasta esa mañana había creído poder superarlo por mí mismo. Comenzaba a evidenciarse que no iba a ser así. Mientras el agua seguía resbalando por mi rostro, empecé a pensar que quizá había llegado el momento de recurrir a un especialista, ya que la situación estaba tornándose, a todas luces, insostenible.
La gran pregunta era: ¿por qué? Aquella cuestión había estado resonando en el interior de mi cabeza durante los últimos noventa y tantos días. Tarde o temprano tendría que aceptar, de una vez por todas, que las cosas ocurren sin un por qué, que simplemente ocurren porque sí, o de lo contrario mi barco no arribaría a buen puerto.
Al tiempo que se disipaban los últimos residuos de la recurrente pesadilla, esfumándose por el desagüe, creí adivinar el golpe de la puerta de mi apartamento al cerrarse.
—¡Buenos días! ¡Estoy en la ducha! —advertí a voz en grito.
Una voz femenina, apenas audible, me llegó desde el pasillo con su característico acento.
—Buenos días, señor Sergio. ¿Tomará café esta mañana?
—Sí. Muy cargado, por favor.
Se llamaba Juana y era la mujer que me ayudaba a poner un poco de orden en el caos que resultaba ser mi apartamento. Juana era boliviana, de mediana edad, bajita, de cara redonda y carnes abundantes y poseía una fuerza asombrosa para su tamaño. Era capaz de mover el pesado armario de mi dormitorio con la única finalidad de pasar una escoba tras él, cuando yo mismo, que no andaba mal de musculatura, solo lograba desplazarlo unos centímetros para acabar con la incomparable sensación de haber conseguido unas hermosas hernias en cuatro lugares diferentes de mi cuerpo.
En definitiva, ella era mi salvación porque, aunque desarrollaba su labor a la velocidad de una tortuga artrósica, cumplía perfectamente con su cometido, que no era otro que el de evitar que la mugre y el desorden más absoluto camparan a sus anchas por aquellos escasos cuarenta metros cuadrados que conformaban mi vivienda.
Salí de la ducha, me afeité y me puse lo primero que encontré en el armario. Para entonces Juana ya había preparado el café. Bebí de un solo trago mi taza de imprescindible estimulante matutino ante la atónita mirada de mi empleada, quien seguramente se preguntaba cómo diablos hacía para no abrasarme medio tracto digestivo. Tras intercambiar algunas vagas ideas sobre las tareas domésticas del día, me despedí de ella con un gesto y me dirigí al Instituto de Medicina Legal (ubicado en la planta baja del Palacio de Justicia de la ciudad) como todos los días, sin faltar uno solo, desde hacía ya siete años. Poco podía sospechar entonces que, pronto, yo mismo haría gala de aquel absentismo laboral que tan de moda estaba y que, con tanta vehemencia, siempre había criticado.

Pasé al menos treinta minutos buscando un sitio libre para aparcar mi nuevo coche (el antiguo fue declarado siniestro total). Cuando al fin lo conseguí, ya llegaba tarde. Entré por la puerta principal del edificio, la única abierta a aquellas horas. Atravesé con celeridad el pequeño vestíbulo, ocupado casi por completo por el arco detector de metales y una larga fila de personas esperando para atravesarlo. Saludé con un leve gesto de la cabeza al miembro de la Benemérita de turno, que en ese momento exhortaba a alguien de la cola, con no muy buena pinta, a despojarse de cualquier objeto metálico que llevase encima y depositarlo sobre la mesa, y me dirigí a la secretaría en busca de la lista de citados para mi consulta del día. Desde luego, no era aquella la parte de mi trabajo que más me entusiasmaba, pero al menos una vez por semana me tocaba lidiar con lesionados en accidentes de tráfico cuyo único objetivo solía ser, en la mayoría de las ocasiones, conseguir la máxima indemnización posible de las compañías aseguradoras a costa de unas lesiones en muchos casos inexistentes.
La secretaria no cumplía ya los cincuenta, de pelo un tanto canoso, que todo el mundo insistía en que se tiñera, ojos achinados y nariz chata. Se mostraba bastante simpática (en sus días buenos) aunque se notaba a la legua que estaba bastante hastiada de aquel trabajo. Me acerqué hasta su escritorio donde se afanaba en introducir datos en el ordenador. 
—¡Hombre, el gran doctor Molina! —bromeó, a modo de saludo cuando se percató de mi presencia, sin desplazar la vista de la pantalla.
—Buenos días a ti también, Berta. ¿Qué tal va la cosa?
Ella resopló, poniendo los ojos en blanco. Yo ya conocía esa expresión. Y es que su suegra llevaba “invitada” en su casa desde hacía casi un mes. Reí.
—Paciencia, mujer —comenté divertido—. Bueno... ¿cuántos tenemos para hoy?
Berta abandonó por un instante su tarea y, levantando la mirada con expresión un tanto malévola, respondió a mi pregunta—. Hoy tienes la lista llena... Unos treinta y cinco o así.
Mi primer impulso fue el de soltar algún exabrupto a modo de protesta, pero lo reprimí, albergando la esperanza de que no todos ellos acudieran a la cita (nunca dejó de sorprenderme la extrema ligereza con la que algunos se tomaban las citaciones judiciales).
Sin más, me dirigí a la sala de consultas número uno. Me acomodé, como buenamente pude, en el, nada confortable, sillón negro de polipiel, que gracias a sus ruedas no hacía más que moverse de un lado a otro mientras uno trataba de escribir. Saqué un montón de fichas en blanco del primer cajón del escritorio y me mentalicé antes de hacer pasar al primer nombre de la lista.

Me equivoqué. Todos, absolutamente todos, acudieron puntualmente a su cita. Al fin, tras unas interminables cinco horas, mi último lesionado abandonaba la consulta con una ostensible cojera en su pierna derecha para la que no había motivo objetivo alguno.
 A pesar de que por aquellas latitudes el invierno era bastante benigno y la mañana soleada, me puse mi chaqueta de cuero negro, pues el día estaba resultando bastante frío, y salí del edificio a fumar un cigarrillo, hastiado de escuchar las mismas historias una y otra vez. Tras unos minutos de necesario relax, consulté mi reloj y decidí que era hora de atender otros asuntos, estos en nada concernientes al trabajo.

La cajera conectó el micrófono situado junto a la caja registradora y sopló ligeramente un par de veces sobre él con el fin de comprobar su correcto funcionamiento.
—¡Señorita Pilar, señorita Pilar, acuda a caja dieciséis, por favor! —llamó con característica entonación.
Había decidido pasarme por el hipermercado con la intención de comprar una bolsa de golosinas para Dana. Siempre resultaba interesante contar con un as en la manga por si en algún momento la cosa se ponía fea. Y allí estaba yo, comenzando a impacientarme en la cola de la caja dieciséis. Me había situado en la hilera con menos gente, sin embargo todas parecían avanzar, de hecho lo hacían, menos la mía. Por lo visto, un par de clientes por delante, alguien tenía un problema con su tarjeta de crédito. Ahora habríamos de esperar a que la señorita Pilar apareciese para hacerse cargo del asunto. Pasó por mi cabeza la idea de cambiar de cola, pero aquello no solía dar resultado. Indefectiblemente, se producía un parón en la nueva y comenzaba a avanzar vertiginosamente la que acababas de abandonar. Así que decidí mantener mi sitio y aguardar con paciencia mi turno.
Al fin, tras unos interminables quince minutos de espera, pude abonar mi exigua compra y dejar atrás el centro comercial rumbo al polígono residencial de Santa Ana.
Mientras conducía mi recién estrenado Audi A3, color gris shark, por un atestado Paseo de Alfonso XIII en busca de la autovía, escuchando el gran clásico de Dire Straits, Sultans of Swing, tuve tiempo de reflexionar acerca del poco tiempo que había compartido con mi hija desde que hacía apenas un mes le dieran el alta en el hospital. Aunque, por desgracia, eso no era algo nuevo. Desde siempre, mi perfeccionismo y dedicación en el trabajo me había llevado a invertir mucho más tiempo en cada caso que el resto de mis compañeros. Bien es cierto que gozaba de una buena reputación entre mis colegas, y no solamente en la ciudad sino en toda la región e incluso fuera de ella, pero no me compensaba.
Aquel resultaba ser el eterno motivo de discusión entre mi mujer, María, y yo. Ella siempre me pedía que dedicase más tiempo a la niña. Ni siquiera lo demandaba para sí misma, con los años se había acostumbrado a sobrellevarlo. Pero lo que no estaba dispuesta a tolerar bajo ningún concepto era que su hija creciera prácticamente sin padre.
Tras nuestra separación, nada más regresar de un magnífico viaje a Orlando el pasado verano, las cosas no habían hecho sino empeorar. El desordenado modo de vida que llevaba desde que vivía solo ocasionó que incluso me olvidase de una de las cosas más básicas y elementales que cualquier padre debía recordar siempre, pasase lo que pasase; el cumpleaños de una hija.
Había sido a primeros de septiembre, apenas unos días antes del accidente. Cumplía seis años y, según me contó su madre al día siguiente, evidentemente para hacerme sentir más culpable de lo que ya me sentía, mi hija se había pasado toda la tarde explicando a sus amigas, reunidas en casa, que cuando viniera su papá le traería como regalo la muñeca esa tan cara de la tele que todas querían. Las niñas esperaron ansiosas a que llegara el generoso papá de Dana, pero este no apareció, y mucho menos la muñeca. Aquella decepción dio paso a una larga noche de llantos y gimoteos desconsolados por parte de la pequeña, no tanto porque las demás niñas se hubiesen reído de ella al comprobar que no había muñeca, sino porque su papá, al que adoraba, se había olvidado por completo de su cumpleaños y ni siquiera la había llamado para felicitarla por teléfono.
Aquellos amargos recuerdos me estaban produciendo una profunda congoja, costándome trabajo incluso respirar, cuando divisé el final del trayecto.
Detuve el automóvil frente a la enorme verja de doble hoja que daba acceso al chalet que, con tanta ilusión, María y yo habíamos adquirido más o menos un año antes de separar nuestros caminos, quien sabe si definitivamente. Me apeé del coche, aclaré mi garganta y, armándome de valor, pulsé el pequeño botón del intercomunicador.
Segundos más tarde, la puerta comenzó a abrirse con un pequeño estruendo sin que nadie hubiese respondido a mi llamada. Por un momento me sorprendí de que mi todavía esposa abriese la puerta tan alegremente. Al poco, mientras enfilaba el estrecho sendero de gravilla que conducía hasta la puerta principal de la vivienda, recordé que pocos días antes de ser invitado a marcharme por tiempo indefinido, una empresa de seguridad había realizado la instalación de un sistema de alarma con cámaras de vigilancia incluidas, que permitían observar, desde un pequeño monitor situado en la entrada de la casa, todo cuanto ocurría en la parcela y su perímetro.
No sé cómo había podido olvidarlo. Aún estaba pagando la exorbitante factura cada mes.
El Volkswagen Polo, azul índigo, de María se encontraba estacionado frente a los escalones que daban acceso al porche, de forma y manera que ocupaba la pequeña explanada ideada con la finalidad de que los vehículos pudiesen dar media vuelta con mayor facilidad. Así que aparqué mi coche tras el de ella, pensando que más tarde habría de salir marcha atrás. Aquel lance de la conducción no se me daba demasiado bien y María lo sabía perfectamente. Tal vez por esa razón, aquella mañana no había resguardado su utilitario en el enorme garaje de tres plazas.
Bajé de mi A3, maldiciendo mentalmente mi suerte, y me dirigí hacia la entrada. Allí esperaba ya María, con la puerta entreabierta, brazos en jarras y una severa expresión en su rostro.
Se la notaba bastante demacrada tras el accidente. Apenas quedaba un ligero atisbo de la belleza que años atrás me había encandilado. Daba la impresión de que le hubiesen caído veinte años encima de una sola tacada. Además, aún era perfectamente visible la enorme cicatriz que recorría su frente de lado a lado, consecuencia del tremendo impacto contra la ventanilla.
—¡Qué sorpresa! Mira quien se ha dignado a visitarnos —exclamó con sorna.
“Mal empezamos.”
—Habíamos quedado hoy, ¿no? —alegué resignado, sin ninguna gana de comenzar una discusión. Mi mente estaba demasiado embotada tras la consulta.
—Claro —respondió secamente, cerrando con un portazo en cuanto hube atravesado el umbral—. Tu hija está arriba en su cuarto. Subiré a ayudarla con la ropa. Espera en el salón, si quieres.
La seguí con la mirada mientras alcanzaba las escaleras, sintiendo cierta nostalgia y pena por el modo en que todo parecía haber terminado entre nosotros.
—Por cierto —añadió, girándose súbitamente—, que está muy enfadada contigo. Esperaba que aparecieras el sábado.
—Ya... Lo siento mucho... Resulta que...
—No, Sergio —atajó mi preparada disculpa—. Basta de excusas, por favor. Me aburres. Te lo digo en serio. Ahora se lo explicas a tu hija.
—Está bien. —Agaché la cabeza un tanto avergonzado y me alegré de haber llevado conmigo la bolsa de golosinas—. ¿Tienes un cenicero por aquí? —pedí, antes de que mi mujer desapareciese en lo alto de la escalera.
—No. Lo siento, pero en esta casa ya no se fuma —me llegó desde el piso de arriba—. Si quieres envenenarte, te sales fuera —apostilló con retintín.
Decidí esperar en el salón, tal y como había sugerido María, y posponer el cigarrillo, que tanto estaba necesitando, para mejor ocasión. Habían cambiado las normas en aquella casa. No me quedaba otro remedio que aceptarlo. Yo ya no vivía allí. Aquel no era ya mi hogar por mucho que me costase asumirlo.
Un rápido vistazo al salón me sirvió para confirmar aquella dolorosa realidad. Las normas no eran lo único diferente entre aquellas cuatro paredes. No me había fijado antes, pero la decoración había sido renovada por completo. Claro que, pensándolo bien, casi no había pisado la casa desde el funesto día en que salí de ella con una pequeña maleta en la mano y miles de sentimientos contradictorios revoloteando en mi cerebro. María tenía la poco hospitalaria costumbre de hacerme esperar en el porche, o bien Dana salía a mi encuentro antes de darme tiempo siquiera a bajar del coche.
Me senté en el carísimo sofá, apenas reconocible debido al cambio de tapicería, frente a la enorme pantalla de LCD, que sustituía a nuestro anticuado pero robusto televisor de toda la vida, donde en aquel momento una inexpresiva presentadora daba las últimas noticias, y esperé mientras me preguntaba si el dormitorio, donde tan buenos ratos habíamos pasado, habría corrido la misma suerte.
Una noticia bastante sorprendente me arrancó de mi ensimismamiento. Según explicaba el busto parlante de la tele, la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional estaban considerando muy seriamente la posibilidad de retirar el dinero en metálico de la circulación para acabar de una vez con los problemas de falsificación de moneda y de dinero negro. Si este proyecto se llevaba a cabo finalmente, todos los pagos pasarían a realizarse con dinero virtual. Ahí es donde entraba en el ajo la empresa Mastercard con su proyecto Mondex: Un diminuto chip implantado en la mano del cliente que le permitiría disponer en todo momento de acceso a su cuenta bancaria sin preocuparse de si se olvidaba o perdía sus anticuadas tarjetas de crédito.
“¡La leche! Nos quieren marcar como al ganado.”
Transcurrieron unos interminables minutos en los que las ansias por encender un pitillo me corroían cada vez con más intensidad, antes de que la voz de María, desde el umbral de la puerta, anunciase el final de la espera.
—Tu hija dice que quiere que la bajes tú.
Me levanté de un salto y subí los escalones de dos en dos, impaciente por ver a la niña, o quizá por salir de allí cuanto antes. Al llegar a la planta superior, al distribuidor que daba acceso a todas las habitaciones, llegó hasta mí un olor desagradable, pesado, de esos que saturan los receptores olfativos y producen terribles jaquecas. Fisgoneé un poco tratando de averiguar su procedencia y, al asomarme al que un día fuera mi despacho, allí estaba, presidiendo el escritorio junto a una horrible planta de plástico, humeante, desprendiendo aquel nauseabundo aroma a Dios sabe qué. Odiaba el olor de aquellas barritas de incienso tan de moda entonces. Por un instante, acaricié la idea de asomarme por el hueco de la escalera y suplicarle a María que me perdonase por todos aquellos años en que la había obligado a respirar aire puro. También recuerdo haber pensado que el hecho de que la hedionda barrita estuviese colocada, precisamente, en el que antaño fuera mi rincón de retiro espiritual poseía unas implicaciones psicológicas dignas de ser analizadas.
Mientras alejaba de mi mente aquellos absurdos pensamientos llenos de rencor, recorrí el corto pasillo y empujé suavemente la puerta entreabierta del dormitorio de mi hija, quien, sentada sobre su cama, me recibió con una angelical sonrisa de oreja a oreja.
Tras un cálido abrazo, un raudal de besos y una candorosa bronca infantil, que sofoqué con facilidad haciendo uso de mi as oculto, aupé a Dana y la llevé escaleras abajo.

Hay días que dejan su indeleble huella en la vida de un hombre para siempre. Días que marcan una frontera que desearíamos no cruzar jamás, pero que no nos queda más remedio que hacerlo si queremos seguir adelante con nuestras vidas. Días que marcan un antes y un después de manera irreversible. Días en los que un individuo bajito y gordinflón, con bata blanca y un estetoscopio al cuello, te informa de que tu hija ha sufrido una lesión medular y que muy probablemente no volverá a caminar. Días que jamás se olvidan, y cuyo recuerdo permanece tan extraordinariamente nítido en tu mente que pareciera como si no tuviesen fin, como si, en realidad, una parte de nosotros mismos quedase atrapada en ellos para toda la eternidad.

Un beso de despedida a su madre y Dana volvió a rodear mi cuello con sus pequeños brazos.
—¿No te vas a llevar la silla? —sugirió mi mujer, señalando un rincón a mi espalda con un movimiento de la cabeza.
Volví la vista hacia donde María había indicado. Una espeluznante silla de ruedas plegada me devolvió la mirada, desafiante..., acusadora.
“Si hubiera dado el golpe de volante hacia el otro lado, quizá...”
—No. La llevaré tomada. —Odiaba aquella silla. Era como si una parte irracional de mi mente creyese que si no la utilizaba las cosas seguirían siendo como antes.
—Y, ¿adónde pensáis ir?
—¡Al burguer, al burguer! —gritó la niña.
La miré divertido y fingí una mueca de asco para provocarla.
—¡Porfaaa, papi!
—Ya lo has oído —dije, girándome hacia mi mujer. Dana soltó un chillido de júbilo.

Dana era una niña encantadora, de mirada inteligente e incipiente belleza heredada de su madre; probablemente la única razón por la que merecía la pena luchar en aquellos momentos. No podía permitirme el lujo de perderla a ella también y, desde hacía algún tiempo, estaba acumulando infinidad de papeletas para que así sucediera. Me juré que no volvería a fallarle. Si una hija no podía confiar en su padre, ¿en quién iba a hacerlo?
Divagaba mi mente por aquel espinoso terreno, cuando una voz monótona y aburrida me sacó de mi abstracción.
—Buenas tardes. ¿Qué van a tomar?
Al fin nos llegaba el turno tras una espera de casi diez minutos en la cola corta. Había muchísima gente para ser martes, lo cual no dejaba de ser sorprendente. Casi todo, padres solitarios con sus hijos pequeños a quienes no sabían que narices hacerles de comer cuando les tocaba a ellos recogerlos del colegio y parejas de pipiolos acaramelados con pegotes de mayonesa resbalando por sus barbillas.
Alcé la mirada hacia los paneles donde se exponía la carta de especialidades y me dispuse a elegir la hamburguesa que tuviera un aspecto menos saludable.
—Papi, yo quiero un japimil —pidió Dana en perfecto castellano.
—Vale, cariño —concedí sonriente, sin dejar de observar las engañosas instantáneas expuestas en los paneles. En realidad, ningún producto de los que allí ofrecían presentaba, una vez servido, el apetitoso aspecto que mostraban las fotografías. Por un instante imaginé ser Michael Douglas en Un día de furia, disparando con mi recortada a diestro y siniestro y reclamando a gritos que mi hamburguesa fuese como la de la foto.
—Señor... ¿Qué van a tomar? —El adolescente de pelo grasiento comenzaba a impacientarse frente al micrófono.
Finalmente, me decidí por el clásico menú Big Mac.
—De acuerdo, Happy meal y menú Big Mac... Serán doce con cincuenta, por favor —informó mecánicamente el empleado.
Una de las cosas que no soportaba de los lugares como aquel era el hecho de tener que abonar la cuenta antes de que te sirviesen la comida, aunque en ese aspecto, el premio gordo se lo llevaba la Escuela de Hostelería, donde se había de pagar con una semana de antelación y mediante ingreso bancario... ¡Tócate las narices! Por descontado nunca me habían visto el pelo por allí. Otra de las cosas, era la búsqueda de mesa libre, bandeja en mano, sorteando sillas y niños por todo el local.
Una vez acomodados (es un decir), literalmente encajados entre la pared y dos mesas adyacentes, me percaté de que únicamente nos habían servido dos bolsitas de ketchup. Aquello resultaba del todo absurdo. Si a uno le venía en gana podía usar siete mil cuatrocientas servilletas, en cambio costaba sangre, sudor y lágrimas conseguir algo de salsa extra. A la vista de las interminables colas frente al mostrador, desistí de acercarme a suplicar otra bolsita. Saqué la hamburguesa de su caja y le di un enorme bocado, mientras Dana trataba de explicarme el objetivo de su nuevo juego de la play station y mi mente viajaba lejos de allí, divagando sin cesar en mis obsesivos pensamientos acerca del accidente.
Después de comer, la niña se empeñó en ver una película en los multicines del propio centro comercial donde se encontraba la hamburguesería. Y, aunque intenté disuadirla explicándole que estaba de guardia (en realidad no era cierto, ya que la comenzaba al día siguiente, o eso creía yo) y que podían llamarme a media proyección, no me pude resistir a sus carantoñas y terminé cediendo.
Tal y como había sospechado, no disfruté de la cinta. Su pobre argumento no había logrado atraparme en ningún momento y no conseguí que mi mente dejase a un lado todas sus preocupaciones. Tan solo me percaté de que la proyección había concluido cuando se iluminaron los focos de la sala y Dana empezó a pedir con insistencia que me levantase.
Nada más salir, encendí un cigarrillo ignorando las protestas de mi hija. Siempre que iba al cine, al terminar la película buscaba la cajetilla de tabaco desesperadamente como un drogadicto ansioso (viendo La lista de Schindler sufrí el mayor mono de la historia). Pensándolo fríamente, llegué a la conclusión de que así era. Me había convertido en un auténtico drogadicto, totalmente enganchado a la nicotina y demás porquerías que añaden al tabaco para que resulte más adictivo. Debía dejarlo antes de que fuese demasiado tarde.
Salimos al aparcamiento y fue Dana la que tuvo que indicarme el camino hasta el coche. Yo nunca conseguía recordar donde lo dejaba. Subimos al Audi e introduje en el equipo un CD de El Canto del Loco que siempre llevaba en la guantera para los momentos en que la niña me acompañaba, sabía que le encantaba.
Apenas terminaron los últimos compases del primer tema, Dana aprovechó el breve silencio para pedirme que fuésemos a visitar el submarino. Siempre me lo pedía. Lo consideré durante unos segundos y, finalmente, concluí que me vendría bastante bien un poco de brisa marina y olor a salitre para refrescar mis ideas.
El submarino en cuestión era el prototipo diseñado por Isaac Peral a finales del siglo XIX. Desde que era un niño, más o menos de la edad de mi hija, había sentido curiosidad por explorar su interior. Siempre me pregunté de cuantos tripulantes estaría compuesta la dotación de aquella nave, en apariencia, tan pequeña. Tras años de soportar las inclemencias del tiempo y múltiples cambios de ubicación, el submarino continuaba allí, presidiendo orgulloso el puerto de Cartagena.
Mientras contemplábamos el sumergible desde un banco cercano, comenzaron a invadir mi mente recuerdos de aquellas tardes, cuando niño, en las que paseaba con mis padres por un puerto que prácticamente nada tenía que ver con el actual. Al igual que a Dana, a mí también me gustaba ir allí para ver un barco, pero no el submarino de Peral como a ella. Mi barco era el Oquendo, un vetusto destructor, parte de un fallido proyecto de la Armada española, que permanecía amarrado sempiternamente en el muelle de Alfonso XII. Aún recuerdo, con especial tristeza, el día que la obsoleta embarcación desapareció para siempre del muelle... y de mi vida.
Seguramente a causa del frío reinante, Dana se cansó de la visita antes de lo acostumbrado. Consultando mi reloj, decidí que ya iba siendo hora de devolverla a casa.

Tras colmarle la cara de besos y dejarla en brazos de su madre, arranqué y cambié la música. En los ocho altavoces del coche atronaron los primeros acordes de White lie de Foreigner, una de mis bandas favoritas. Decidí volver a mi apartamento dando un rodeo. No me apetecía lo más mínimo reunirme con mi soledad, que me aguardaba con los brazos abiertos en mis cuarenta metros cuadrados de alquiler. Nunca me había gustado vivir solo. Siempre, eso sí, había necesitado bastante intimidad, pero no tanta. Conduje largo rato por las calles de la ciudad, tarareando sin mucho entusiasmo un tema tras otro, hasta que me rendí a la evidencia y tomé dirección a casa. Antes de encerrarme, pasé por el supermercado y compré algo para cenar y unos botellines de cerveza.
Nada más poner los pies en la tarima flotante de mi piso, se me vino encima todo el cansancio, más mental que físico, acumulado durante el día.
Luego de una reconfortante ducha, me enfundé una sudadera y un viejo pantalón de chándal recortado a la altura de las rodillas y me dejé caer pesadamente en el sofá. Cerré los ojos, tratando por todos los medios de vaciar mi mente de cualquier tipo de pensamiento...

Una desapacible y lluviosa tarde de finales de septiembre, María había telefoneado pidiéndome que, por favor, fuese a buscarlas al centro comercial, donde madre e hija habían pasado el día acumulando pertrechos para el nuevo curso escolar que Dana esperaba con gran ilusión (comenzaba el primer curso de primaria; un gran paso para cualquier niño). Por lo visto, la batería de su Volkswagen había expirado en el momento más inoportuno.
Conducía algo distraído, charlando animadamente con mi hija, a la que miraba constantemente por el retrovisor, mientras María permanecía muda e impasible con los ojos clavados en la ventanilla del acompañante. Debió de costarle un mundo pedirme que fuese a auxiliarlas.
De repente, un grito desgarrador. “¡¡Cuidado!!”
Un tremendo bocinazo y un camión que se nos venía encima.
Di un volantazo...
Después, la calma. Y más tarde... las sirenas.

Desperté sobresaltado, una vez más, víctima de El Sueño. Las agujas del reloj señalaban casi las nueve. Me había quedado dormido en el sofá en una postura nada ortodoxa que sin duda mi cuello me reprocharía más tarde. Sin tiempo material para despabilarme, comenzó a sonar mi teléfono móvil.
—¿Sí? —respondí, aún adormilado.
—Hola hijo, ¿cómo estás?
—Ah... hola mamá —bostecé—. ¿Qué hay?
—¿Estás bien, hijo? ¿Te pasa algo?
—No, mamá. Es que me he quedado dormido en el sofá y me acabo de despertar.
—¿A estas horas?
—Sí. He tenido un día bastante ajetreado.
—Ya... Como siempre —recriminó.
—Mamá, no empieces como todos los días, por favor. —Aquella era exactamente la clase de conversación que solía tener, día sí, día no, con mi mujer antes de la separación. Mi madre también me reprochaba el escaso tiempo que les dedicaba, además de advertirme de lo que le ocurriría a mi matrimonio de continuar con mi actitud. Todas las madres contaban entre sus posesiones con una bola de cristal en la que veían reflejado todo cuanto les iba a suceder a sus hijos. Después, cuando las predicciones se cumplían, siempre le obsequiaban a uno con un “te lo dije”, un “te lo advertí” o con un no menos irritante “si hicieras caso a tu madre alguna vez...”
—Está bien, no empezaré —aceptó de mala gana—. Hoy pasabas la tarde con Dana, ¿verdad?
“¡Oh, oh!... Aquí viene de nuevo.”
—Sí, mamá —expliqué con desgana—. Hemos comido juntos y después hemos visitado el submarino. Ya sabes lo mucho que le gusta.
—Ya veo... ¿Y no has podido traerla para que la viera?
Un reproche más. De seguir así, pronto me transformaría en una descomunal esponja absorbebroncas de inusual forma humana.
—Lo siento, se me ha pasado...
—Ya...
Discutir con mi madre era un ejercicio totalmente inútil y agotador, de modo que decidí darle la razón sistemáticamente.
Luego de otra larga serie de reprimendas acerca de lo que estaba haciendo con mi vida, y antes de cortar la comunicación, insistió en que algo me ocurría (las madres también podían percibir con toda claridad en su bola mágica cuando sus hijos tenían un problema o preocupación, y la mía no era una excepción). Mentí, explicándole de nuevo que se trataba solo de agotamiento, y ella aceptó mi declaración como solo una madre sabía hacerlo.
Cuando colgué el teléfono, noté que un principio de cefalea comenzaba a instalarse en mi cabeza. Me dirigí al armario del baño, saqué una caja de aspirinas y tragué una. Al llegar a mi estómago, éste comenzó a rugir. Empezaba a sentir un apetito atroz.
“Una hamburguesa con unas cuantas patatas fritas no es alimento para un hombre adulto de ochenta y tantos kilos como yo.”
Abrí, con bastante torpeza, una de las latas de comida precocinada que había comprado por la tarde y la engullí de pie, apoyado en la miniencimera de la cocina, sin ni siquiera calentarla, regada con una cerveza bien fría.
Un par de horas más tarde, me encontraba de nuevo tirado en el sofá, mirando la televisión y con los ojos abiertos de par en par como un búho real, sin atisbo alguno de sueño debido a la escandalosa siesta que me había concedido, cuando de nuevo resonó en todo el apartamento la característica melodía de mi móvil.
Aquella sería la llamada que cambiaría mi destino, quien sabe si para siempre.